Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

jueves, 26 de marzo de 2015









Hoy que el azul tiene matices de jueves
y la luz es una alondra refractaria
que tropieza, con pereza, en la persiana,
me he deportado a tu espalda peregrina
con el vientre indómito de gárgolas
y una tormenta adolescente a flor de labios.
¿Qué harás para sorprenderme
si mi amor es un curso acelerado
y tu amor es un océano impertinente
que inunda el sexo con todas sus galaxias?
Succiono tus aféresis y tus vocales
y discurres ingrávida como una flor
en bajorrelieve o un mar sin rencillas
atrapado por el sueño esférico
de un cristal –Perfect Blue–.
Me pertrecho de valijas diplomáticas
para acorazarte la quietud y los vaivenes
con la balada caprichosa del sileno
y su baile impreciso de electrones,
y tus ojos de pronto se oscurecen
con la órbita excéntrica del átomo
que improvisa en ciernes su salterio
o un eclipse solar en Benarés
–escucha, no hay más ruido
que mis ansias sin ambages–
y tu boca en mi boca se empecina,
y mi lengua en tu lengua prolifera
y se desnorta y en tu orilla lastimera
mi mundo táctil colisiona
como una canción de Suede
o una película de Miyazaki,
vigorosa apología de dragones,
fantasía alada en la metamorfosis.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 22 de marzo de 2015










Era otoño
en los espejos cóncavos del lenguaje,
y te aproximaste a mis resquicios
silente como un náufrago,
el beso sucinto y desvelado,
de tálamo, y la orilla solícita
del labio que invita
a un cabotaje sin aduanas.

Me besaste en mi abandono
con una sonrisa quiescente,
la boca estuosa como un magma
hambriento y blasonado por el rojo
heráldico de su linaje, y te fundiste
en la blancura inmóvil de mis ojos
como nieve salaz y derretida,
nunca antes hollada.

Nuestras lenguas se anudaron,
morganáticas, como sierpes
que buscan la eternidad del instante
–ouroboros–
y el infinito en dos tiempos.

De aquel besar iterativo,
redundante y prolijo de adverbios
y adjetivos en el que cada beso
silabeaba como una tautología,
nos nacieron prodigios en las manos
y estrellas sigilosas en la nuca
y cicatrices calafateadas de una luz
más oscura que la brea.

Y te dije: cómo me duele,
amor, tu música de anémona
y el pecio de tantos momentos
que sucumbieron con estrépito
al atolón del silencio
y su batahola.

Y entonces prensaste mis sueños
como una falena pubescente
o una nube sin plastrón ni horquillas
con que asir su lluvia despeinada
de aristas, y me dijiste en un susurro:
el tiempo transcurre al inverso aquí,
en el bancal la memoria,
y lo que fue mañana no lo será ayer
ni tampoco ahora.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 19 de marzo de 2015










Y a veces me da por pensar que el amor que se recuerda no es amor,
que es recuerdo.

Y a veces me consuela pensar que yo fui tu último amor y que después de mí no habrá nadie,
que serás mía por siempre y que estaremos juntos sin estarlo.

¿Quién transita por la cruz griega del olvido?
¿Qué neutrino o protón haría vibrar esta colmena?
Si somos polvo, entonces ¿por qué lloramos?
Si el polvo seca las lágrimas.
Pero estamos hechos de agua –agua de lluvia–,
como los ríos que atraviesan las cordilleras
con sus caderas ampulosas.

A veces terminaría todo hoy mismo,
me vaciaría los bolsillos
para comprar una onza de aire.

El mundo existe porque yo existo,
y sin mí no habría nada.
–tiempo de Planck–

Dime,
¿qué mitosis cósmica engendró este sol doliente?
¿Dónde está el génesis para tanto amor?,
¿y el tiempo invertebrado de las secuoyas?

La vida es un aullido del ayer,
una onda que palpita en el agua.
Monotonía en la policromía.

Y te miro anguloso bajo todos los prismas:
Ojos endrinos, lacustres, coriáceos,
              ojos de obsidiana, rugosos, de esparto,
                     ojos como un frío mar de jade,
                            ojos verde berilo, hialinos,
              como el erial de mil soles
en perfecta alquimia.

Y nos hacíamos el amor en pequeñas zambullidas,
como isómeros renuentes al bautismo,
como apóstoles de un ágape sangriento
sepultados por un talud de sirenas.

–y coleaban los renacuajos
en el limo de los estanques
como líquenes de un verdín suicida–

¿Y las arañas zanquivanas de los ojos?
Cómo tremolaban sin cautela
en la negrura mucilaginosa.

Antes del tiempo tú ya existías.
Y existías exactamente igual que hoy,
igual que ayer. Sin un cuerpo.
Todo luz. Una luz prístina y seminal,
dadora de vida.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 13 de marzo de 2015











Te adiviné en la niebla del tiempo
como un astrónomo adivina la presencia
de un Júpiter caliente, a través
de una pequeña fluctuación en el espectro
lumínico de una estrella –efecto Doppler–,
y desde entonces no he dejado de bailar
en tu órbita.

Fuiste el metal más precioso forjado en el crisol de una estrella,
la gravedad cuántica de las partículas subatómicas, el espín
y la incertidumbre de su principio, la lemniscata de Bernoulli
–un ocho tumbado, un óvalo de Cassini o un analema–, el cero
y su constante cosmológica, un universo improbable que
desde su frágil nacimiento estuvo condenado a la extinción.

Fuiste una burbuja en la espuma primigenia del océano,
una luz tan lejana como la más lejana de las luces
que titilan en el cielo.
–Y aún más–

Fuiste una intrincada flor mecánica que abre sus pétalos
de fuego a los confines más remotos del universo,
una firma de luz –la más rutilante y diáfana–
en el palimpsesto cósmico.

Fuiste y eres esa ley física
–segunda ley de la termodinámica–
que auspicia la entropía y el origen de los mundos,
su homogeneidad y su isotropía, y su eclosión
de la nada más densa y opaca y caliente
–cuando tú y yo y todo el universo conocido
con sus infinitas posibilidades
cabíamos en la cabeza de un alfiler,
sin espacio, materia o cronología–,
esa ley y esa singularidad cósmica que todos conocen
y que nadie ha sido capaz de explicar.

Tú,
que me amaste como un cometa
surgido de las frías honduras del espacio,
allende el cinturón de Kuiper,
o una diosa inuit –Sedna–,
y yo,
que te amé como una nube impaciente
de lluvia o una lluvia entramada de enigmas
o los mil soles de un parhelio,
juntos escribimos un prontuario de nostalgia
en nuestra deriva continental.

Porque eres semillero de estrellas, girándula
de una galaxia espiral, pestaña de luz
en la pupila alucinada de la noche, y recordarte
es como contemplar el espacio, una mirada
hacia atrás en el tiempo, o la continuidad
de tu tiempo en mi espacio, por todo ello
te quiero y te recuerdo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 2 de marzo de 2015










¿Era una lengua espástica o un canto rosicler
aquello que alboreaba la aspereza de los tilos
con su atavío imperfecto de nube y ese cerco
disímil a semejanza de un arete de carmín
que jaspea los labios inermes
del ya vencido día?

A veces me descubro oculto tras tu voz
como una sombra fruncida de sueño,
una escalera de Penrose o el Fausto
de Berlioz, y entonces me doy cuenta
de que el tiempo –elástica membrana–
ha alcanzado al tiempo y de que los pies
ligeros de la lluvia no han parado
de bailar sobre mi almohada.

–Y, acostados, nos abocamos los labios
como un universo isla
en su desplazamiento hacia el rojo–

Tu tristeza es un mar de un solo ojo
–un mar desiderativo e inmisericorde,
ciclópeo– que nunca supe navegar
sin una astilla de furia en la córnea,
o el contorno fugitivo de la hoja
que se fue con el otoño
dejando tras de sí
una afonía de color.

Yo, que colecciono instantes
para recomponer la unidad de lo perdido,
nunca fui capaz de doblegar la fe de tu montaña
ni de obtener la fracción de lo omitido.

Dime, ¿cómo puede ser tan contumaz el corazón
con su latir indoloro y esta lenta, casi exasperante,
procesión de hormigas rojas de una infancia
desdoblada en un reloj sin alacenas?

Sé que querías amarme
y que envejeciéramos juntos
–juntas también nuestras manos nudosas, de árbol–
como una vieja canción o un buen vino,
y bebernos la eternidad a pequeños sorbos
y largos suspiros, sólo para volver a llenar
nuestras copas de ese amargo licor.

La muerte nos sonríe como una máscara tribal
de un rojo atrabiliario
que en la gélida espesura de la niebla
guiña el ojo a los semáforos 
ebrios de sal y limón.

Y así sucede
el vuelo episódico del ámbar
que despeina la sonrisa
de los amantes sucedáneos
y la atonía de la lluvia que nos va calando
con la tonalidad verde del diafragma
y su anfibia vacuidad.

Y la luna nos espía por encima de los árboles
como un frío centinela 
apostado sobre la escarcha
de una blancura ungular.

¿Qué hay de la memoria y sus apriscos,
qué de la infancia demediada
y de aquel desandar la piel de la tormenta
con próvidas caricias y manos trémulas de espera
y del azul prodigioso que anuncia con temblores
y sacudidas la ciudad acontecida del sueño?

Porque olvidar es olvidarse,
y el olvido sin recuerdo es yema desleída
y cáscara sin huevo, vacía.

Perdóname si no soy más atento o educado
o acaso más audaz;
no es por descortesía, es por timidez.

Y ahora duerme,
que mañana seremos un todo diferente,
más veraz, y probablemente mejor.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.